viernes, 28 de noviembre de 2008

Yo que tú no lo haría, forastero


Yo que tú no lo haría, forastero

Mi propósito e ilusión por trabajar en la Segunda Etapa se cumplieron, no sin antes haber pasado por el obligado trámite, como novato, de estar unos años en los cursos que casi nadie apetecía, aunque yo me encontrara muy a gusto con aquellos chavalines – la matrícula osciló entre los 40 a 45 alumnos- que me dieron muchas satisfacciones y alegrías.
Pasé a ser tutor de un curso de 6º de EGB y estar a cargo de impartir las Matemáticas y Ciencias de la Naturaleza, aparte de otras “marías” para completar horario, en los tres grupos que componían este nivel. Hasta aquí nada extraordinario, si no es la alegría por encontrarme en el puesto que deseaba… Muy pronto me di cuenta de que me esperaba otra sorpresita: uno de los tres grupos se había formado con todos aquellos alumnos que presentaban problemas de todo tipo: retraso escolar, indisciplina, inadaptación social, pre-delincuencia juvenil, etc… En una clase en la que tendría que haber niños de once años, los había de doce, trece y hasta cartoce años, con algunos de los problemas señalados. Mis compañeros y yo hubimos de rompernos la cabeza para encontrar una fórmula que, principalmente, lograse interesar a aquellos chicos. Casi la primera meta fue la de lograr en la clase un nivel medianamente aceptable de disciplina, pues la problemática de comportamiento era deplorable. Así que, a veces, medio en broma, teníamos que enseñar los dientes, exclamando la amenazante frase de las películas del Oeste, “yo que tú no lo haría, forastero”.
Una vez más en mi carrera tomé conciencia de que la labor del maestro no era sólo la meramente instructiva. Lo que más ayudó a aquel grupo de alumnos fue el encontrar en el equipo de profesores a personas que les querían, les apreciaban, atendían a sus problemas particulares, familiares, sociales… Poco a poco fueron entrando en una dinámica de trabajo más que aceptable.Como primera medida, adoptamos el acuerdo de olvidarnos del programa oficial y, tras una evaluacion de las necesidades de los alumnos, nos dedicamos a trabajar en las materias fundamentales de lectura, escritura y cálculo, al objeto de proporcionarles una base que, estando ya próximos a abandonar el colegio, les sirviera de utilidad. Esto, unido a muchas actividades de tipo manual y deportivo nos llevó a conseguir lo que al principio parecía una labor imposible: que los chicos y chicas adquiriesen un nivel aceptable para su vida futura.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Mis cachorrillos


Mis cachorrillos

Estuve tres años en primero de EGB. La dirección del centro era tan astuta que me halagó proclamando que yo era el mejor profesor de primero que había conocido, que entendía muy bien a los niños, que éstos estaban muy contentos con su profe porque era muy simpático y bueno, que los padres estaban encantados, y bla, bla, bla…. todo para mantenerme en este nivel que casi nadie quería. El primer curso era y seguirá siéndolo, no el más difícil de llevar, sino el que más trabajo te proporciona, porque los alumnos tienen que aprender a leer y a escribir, -entre otras cosas-, como partes fundamentales de las materias instrumentales, absolutamente necesarias para desenvolverse a lo largo de toda la escolaridad. Es un nivel en el que tú tienes que ir siempre delante de éllos, o éllos te alcanzan y te devoran. Hasta el más mínimo detalle ha de estar previsto.
Mi idea era incorporarme a la entonces llamada Segunda Etapa, constituída por los cursos sexto, séptimo y octavo, y que al final de los mismos se optaba al Graduado Escolar o al Certificado de Escolaridad. Siempre me había ilusionado trabajar con alumnos mayores y así se lo comunicaba un año y otro a la dirección del Centro. Existía un impedimento y es que yo no era especialista en nada, condición sin la que no era posible acceder a dichos niveles. Ni corto ni perezoso me inscribí en la Universidad a Distancia para especializarme en Matemáticas y Ciencias de la Naturaleza, materias en las que siempre me he sentido muy a gusto. Una vez conseguido el título – el “papel”, porque no pasaba de ese rango, ya que cualquiera podía poseer “papeles” que le abrían muchas puertas, pero no dejaban de ser unos zoquetes…- me pude al fin incorporar a la Segunda Etapa.El primer año me correspondió, junto con el resto de profesores que componíamos equipo, hacerme cargo del Sexto Nivel. Pero esto lo dejaré para otro día… que es largo de contar.

martes, 25 de noviembre de 2008

El congreso de los diputados


El congreso de los diputados

Recién llegado al Centro fueron muchas las cosas que me llamaron la atención tanto en sentido positivo como negativo. Como todo en la vida, tiene que haber bueno y malo, aunque el ideal que tú te has forjado te lleva a pensar que las cosas han de funcionar bien, y si no lo hacen, hay que poner los medios para funcionen. Y es aquí en donde se presentan los conflictos, pues no todo el mundo ve los problemas a través del mismo prisma. Es más, a partir de 1975 –muerte de Franco e inicio del proceso democrático- todo el mundo se creyó en la posesión de la verdad absoluta y pretendió imponer sus opiniones por encima de todo y de todos. Los partidos políticos utilizaron los colegios para sus propios fines a través de las asociaciones de padres, que ya funcionaban tímidamente durante la dictadura. Era un medio para darse a conocer y para ir, de alguna manera, influyendo en la sociedad a través del barrio, del pueblo. En aquellos tiempos crearon más problemas que beneficios.
Uno de los órganos del colegio que me llamó la atención fue el Claustro de Profesores, algo así como un Minicongreso de los Diputados, en el que hay un presidente –el director del centro-, una mesa –Jefe de Estudios, Secretario, Jefes de Departamentos- y el conjunto de los profesores, que, al igual que en nuestro supremo órgano legislativo, está compuesto por las distintas tendencias-llamésmole político-administravas-, constituyendo, en muchas ocasiones, un auténtico “gallinero”, en el que se hace imposible llegar a un acuerdo en muchas de las deliberaciones. Bien, pues yo, el primer día quedé alucinado por la gran organización que se respiraba: cada profesor recibía un dossier con la programación del centro, los objetivos, los distintos planes extraescolares, etc… Yo me dije: ¡Esto es la gloria, aquí voy a trabajar yo encantadisimo! Al poco tiempo me dí cuenta de que todo no era jáuja y que había que despabilar para que nada interfiriera en tu manera de concebir el trabajo en clase.
Aparte de esa dirección y mesa de los diputados apuntada, se encontraba el partido del gobierno, o sea, “los pelotas”, los que siempre decían “amén, amén” a todas las propuestas “oficiales”. También la oposición, o sea, ese grupo compuesto por los inconformistas, generalmente autodefinidos como intelectuales –yo les catalogaba de “listillos”- que echaban mano a “la Ley”, siempre y cuando les era favorable, claro está. Los partidos “minoritarios” los formaban dos o tres compañeros –lo siento, pero generalmente profesoras- que se pasaban todo el claustro charlando de sus “cosillas” sin parecer importarles lo que allí se cocía… El “grupo mixto” lo constituía algún profesor, generalmente mayor, a punto de jubilarse, que se pasaba el tiempo dormitando pero que, en el momento de cualquier votación, cuando le despertábamos para votar, solía soltar la misma frase: ¡Yo voto en contra!; otro se pasaba el claustro leyendo un libro, o corrigiendo; otros llegaban siempre tarde… en fin: todo UN CONGRESO DE LOS DIPUTADOS.

lunes, 24 de noviembre de 2008

De cabeza de ratón a cola de león


Pronto me dí cuenta de que había invertido el popular refrán con que titulo este artículo. Durante varios años había sido, en mi escuela unitaria, mi director, mi jefe de estudios, mi secretario, mi consejero… hacía honor también al consabido refrán de :”Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como”. Pero no había más remedio que abandonar mi pequeño y casi paradisíaco destino en aquella pequeña población, porque mis hijos se iban haciendo mayores y tenía que procurarles una buena formación, tanto en el Instituto, como en la Universidad, si es que demostraban capacidad para acceder a ella.

Así que, ni corto ni perezoso, participé en el Concurso de Traslados y conseguí una plaza en una ciudad muy cercana a Valencia. Desde ahí pude enviar a mis hijos al Instituto, para seguidamente ingresar en la Escuela de Magisterio de Cheste, pues los tres primeros decidieron seguir los pasos de su padre.

Fui destinado a un colegio, de reciente construcción, en el que existían tres líneas, de primero a octavo, más las clases de preescolar. En total, treinta clases y casi cuarenta profesores, regentados por una Directora, perteneciente al Cuerpo de Directores por Oposición, cuerpo que años mas tarde fue eliminado por los “sabios” de la política, que creyeron así colaborar a la democratización de la enseñanza. Fue por entonces cuando se empezó a poner de moda llamar a los maestros “trabajadores de la enseñanza”.
¡Pobrecitos!, que poco se dieron cuenta de que un maestro no termina su jornada como un obrero, que se marcha a casa y se olvida de su faena hasta el día siguiente. Qué poco se dieron cuenta de que un maestro lo es desde que sale de su casa hasta que se acuesta, pues siempre su casa ha estado abierta para el que lo necesitase. Yo creo que por estos tiempos se inició el declive de la educación, un paulatino desgaste que nos ha llevado a estos tiempos en que hacer la 0 con un canuto merece ya el sobresaliente más alto. Poco a poco, si atino a hacerlo, daré fe de toda esta transformación a la baja…

Como cola de león que me correspondía ser, y como recién llegado al colegio, se me asignó un primer curso de primaria con nada más y nada menos que 45 alumnos. Este fue mi primer reto: sacarles adelante. Yo que creí que ya podría descansar algún ratito entre tarea y tarea, heme aquí que una vez más hube de multiplicarme para poder atender las necesidades de un programa –que se me había entregado a primeros de curso, en el primer claustro- , no dejando un respiro para que los peques no se me aburrieran. He de decir que todavía el maestro tenía que dar todas las asignaturas desde las matemáticas hasta la educación fisica, la música y la biblia en verso, si llegara el caso. Hube de convertirme en actor, una veces, en cantante improvisado, en otras, en payaso, las más de las veces, para que aquellos angelitos de 6 años pudieran aprender sus primeras letras, escribir, adquirir conocimientos e ir posesionándose de hábitos de trabajo, de estudio, de libertad, colaboración, compañerismo, etc…
Poco a poco la cola de león empezó a servir para algo más que para espantar las moscas… Seguiremos, mi buen amigo.

domingo, 23 de noviembre de 2008

El trabajo de un cura, el sueldo de un ministro y las vacaciones de una maestro...


El trabajo de un cura, el sueldo de un ministro, y las vacaciones de un maestro…

Te he hablado querido amigo del sueldo de un maestro, pero no de su trabajo… Creo que mucha gente no suele valorarlo lo suficiente. Algunos padres, viendo lo que cuesta educar a los hijos, las dificultades que encuentran se echan las manos a la cabeza y casi te compadecen porque todos los días te encierras con 25 o 30 chavales, cada uno de su padre y de su madre… Pero a menudo, te sueltan la coletilla…¡Sí, pero menuda suerte tienen con tantas vacaciones! Es curioso, pero cuando más se acuerdan muchos padres de los maestros, es en época de vacaciones, al tener que tener a los hijos todo el día en casa… “¡Que gana tengo de que empiece el colegio!”, es el grito más pronunciado…
Pero hoy no te hablaré de las vacaciones, sino del trabajo. Quiero hablarte del trabajo en una escuela unitaria que, por si no lo sabes, acoge a los niños de todos los niveles, desde preescolar hasta los más mayores… Hoy día, con la concentración escolar, no deben quedar ninguna, pero durante mucho tiempo era bastante corriente en España. Existían muchos pueblecitos, con poca población y que, a lo sumo, podrían tener una o dos clases… Algún día, alguien valorará el sacrificio, la vocación y la dedicación casi heróica de estos profesionales que, careciendo de las necesidades más perentorias de un ser humano, como puede ser el agua y la luz, entregaron su juventud para sacar adelante la formación de un puñado de niños, en los lugares más apartados de nuestra geografía.
Te hablaré un poco del trabajo en una clase unitaria… Pensando en como te pondría un ejemplo que te llevara a comprenderlo me ha venido a la cabeza la figura del director de una orquesta sinfónica. No quiero que pienses que elevo mi trabajo al de un Von Karajan, ni mucho menos, pero ¿te has fijado como está distribuida una orquesta?
Estan formando grupos… los instrumentos de cuerda (violines, violonchelos, bajos… ) por un lado, los de viento (clarinetes, trompas, saxos, trombones…), por otro, la percusión (bombos, tambores, etc) atrás… los coros… El director tiene que saber exactamente lo que cada uno de ellos ha de interpretar, darles entrada, cortarles, marcarles el ritmo, la cadencia, la velocidad, las pausas… Cada grupo tiene que saber qué hacer, escuchar a los demás, estar siempre atento a las indicaciones del director… cualquier despiste por parte no solo del grupo sino de unos de sus miembros puede ser fatal para la interpretación de una obra…
El maestro, salvando las distancias, ha de actuar igual. Primero ha tenido que hacer una distribución de grupos lo más homogénea posible para incluir en ellos a los alumnos de parecido nivel, ha tenido que programar bien las actividades que en cada momento tendrán que realizar sus alumnos, procurar que nunca falte el trabajo para que nadie se aburra o le entren ganas de alborotar en clase… En fin, no dejar nada al azar. Esto te obligaba a multiplicarte y a no bajar la guardia en ningún momento. Así, el dia anterior o antes de que los niños entrasen en clase, ya tenían los mayores, los medianos y los pequeños sus deberes individuales escritos en las pizarra, realizarlos mientras el maestro atendía individual o grupalmente. Por otro lado, siempre tenía preparadas unas fichas de ampliación para aquellos que terminaban antes de tiempo. Las horas eran agotadoras, pero pasaban deprisa. Y con el tiempo, te quedaba la satisfacción de ver como cada grupo aprendía del otro, como los conocimientos , a veces no tenían un nivel de edad… ¡cuantas preguntas hechas a los mayores, las solían contestar los pequeños… con el consiguiente sonrojo de aquéllos!
Un maestro de unitaria se ganaba su sueldo con creces, tanto que seguro que le sobraban horas para cubrir sus largas vacaciones…

viernes, 14 de noviembre de 2008

¿La letra con sangre entra?



Premios y castigos

Hoy hablas de esto en cualquier parte y te pueden correr a gorrazos por todo el pueblo. ¿Premios, diplomas, primeros puestos, notas? Noooo, eso es discriminar a los que no los alcancen. ¿Castigos? Físicos no, porque es torturar, atentar contra la dignidad de la persona, acentuar la represión, etc… Morales? Reprimir delante de los demás alumnos, es rebajar a la persona, crearle tráumas… Para no manosear lo que todo el mundo sabe: hoy día ni se puede premiar, ni se puede castigar. Hay que formar una masa homogénea para que todos los alumnos sean iguales y, claro, para eso hay que establecer unos niveles que se puedan superar sin esfuerzo, sin traumas, sin premios, sin castigos…
Cuando empecé a ejercer la educación estaba ya de vuelta de los castigos físicos, aunque todavía quedaban algunas reminiscencias del pasado. Siempre he creído y entendido, querido amigo, que aquellos maestros que necesitaban castigar a los alumnos físicamente, tratando así de salvaguardar su autoridad, mantener el orden y la disciplina en la clase, reprender la mala conducta u omisiones de sus alumnos, es porque no eran verdaderos maestros. Necesitaban del castigo porque carecían de autoridad. Un maestro debe parecerse lo más posible a un padre responsable, y éste nunca castiga o reprende a su hijo inútilmente. Pero en algunas ocasiones, hay que hacerlo con harto dolor de corazón y desgarrándosete todas tus entrañas. Tu hijo, tu alumno debe entender el valor correctivo de un castigo, su beneficio posterior… si no se lo haces entender, habrás fracasado como padre o como educador.
Premios y castigos. Si, rotundamente sí. Porque siempre he entendido y procurado llevar a la práctica que la educación prepara para la vida. Y en la vida, no sé si esto es bueno o malo, se premia a los que rinden, trabajan, se esfuerzan, estudian… y castigan con la indiferencia, el paro, la no aceptación a los que, por diversas razones, no están preparados, no se esfuerzan, quieren todos los derechos y solo unos pocos deberes… La sociedad está estructurada, queramos o no, en una competitividad feroz: lo que vale triunfa, y si no triunfa, no vale. Ahí tenéis el ejemplo de los programas de TV. Si tienen audiencia, duran y triunfan. Si no, a los pocos programas se echa por tierra el trabajo de decenas de profesionales. Y naturalmente, la escuela que se precie de tal, no debe dar la espalda a esta realidad. Aunque yo no estoy en este blog para arreglar el mundo, sino para contar mi vida, mis experiencias. Asi que, querido amigo, perdona estas salidas de tono que de vez en cuando me salen espontáneamente. Te contaré como trataba yo el tema en aquella escuelita rural.
Para premiar el esfuerzo de los alumnos, a lo largo de la semana, teníamos en la clase un cuadro de honor, en el que figuraban los nombres de los alumnos que habían sobresalido por algún motivo y que no era ,precisamente, el ser el más empollón de la clase. Se premiaba, por ejemplo, la mejor redacción, el mejor dibujo, la mejor puntuación de positivos y negativos – cada alumno tenía una cuenta en la que se apuntaban estos resultados-,la mejor acción, el mejor deportista, etc… Así, siempre tenías un razón para premiar a toda la clase, a lo largo de las cuatro semanas del mes… Todo esto, y más que nada, la continua labor tutorial, hablando con cada uno de tus alumnos, interesándote por sus cosas, su familia, sus problemas, sus deseos, ilusiones, fracasos, miedos, etc..
Los propios alumnos tenían su consejo de disciplina, constituido por unos miembros, elegidos por toda la clase. Y cuando se presentaba un problema, eran ellos mismos los que recomendaban el castigo a que debía someterse el infractor. La mayoría de las veces el maestro tenía que rebajar la “pena”, pues aquellos “jueces” eran bastante severos…
¿La letra con sangre entra? Tal vez si, pero con la sangre del maestro…

jueves, 13 de noviembre de 2008

Pasas más hambre que un maestro de escuela


“Pasas más hambre que un maestro de escuela”


La vida de un maestro, en cuanto se refería al aspecto material, era más bien precaria, y eso que yo viví una época en la que empezaba a vislumbrarse mejores perspectivas, que tardarían en materializarse todavía algunos años, tras una huelga general del colectivo, impensable en aquélla época… Claro, que había algunos recursos con lo que paliar lo expresado en el consabido refrán de “pasas más hambre que un maestro de escuela”, como lo eran las clases particulares. Recuerdo, cuando pagar aquellas clases no estaba a la altura de casi nadie, en la época en que yo asistía a la escuela, cómo un cajón de la mesa del profesor siempre estaba semiabierto… allí, los alumnos que podían, depositaban cualquier alimento por sencillo y humilde que fuera: castañas, bellotas, frutos diversos, chocolate…huevos, galletas… El maestro hacía como si no se enterara, tal era la vergüenza que sentía de aceptar estas casi limosnas, pero en su casa cualquier cosa era bien recibida. Lo cierto es que la gente, por muy humilde que fuera, era muy generosa incluso desprendiéndose de lo absolutamente necesario, para ayudar a aquellos hombres y mujeres que se desvivían por enseñar a sus niños. A su modo y manera, sabían valorar la educación…
En aquella pequeña aldea cercana a la Sierra de Cazorla existía la costumbre de que, cuando se mataba al cerdo, el maestro recibía un plato que indefectiblemente incluía: un chorizo, una morcilla, un trozo de lomo, y un riñón. Existían días en que se mataban dos o tres cerdos… ¿Te explicas ahora, amigo José María, el colesterol que padezco?.
De todos modos, yo puse siempre todo mi empeño en las clases particulares, creando academias, como había aprendido de mis maestros. Así sacaba un suplemento con el que complementar el exiguo sueldo que me suministraba el Estado.
Siempre que me pongo a pensar en esta época, no suelo rememorar las fatigas económicas “propias” del cargo, pues yo me defendía bastante bien con mis clases. Lo que más me satisface recordar era el respeto y autoridad que la figura del maestro representaba en la sociedad. Lo que uno decía era aceptado y respetado por todos, lo cual significaba que uno había de tener un gran cuidado de que sus juicios fueran acertados. Era necesario, por tanto, tener especial cuidado con el cultivo de tu propia personalidad, ya que eras un espejo en que alumnos y padres solían reflejarse. El maestro debía no sólo ser ejemplar, sino parecerlo, porque ya sabes, mi buen amigo, el alto valor que yo concedo en la educación al ejemplo.
“En la educación de los hijos hay que medir y pesar muy detenidamente nuestro ejemplo, puesto que los hijos son esponjas que se empapan de cuanto dicen, hacen y son los padres.”( De “Pensamientos Pedagógicos”.-Isabel Agüera, escritora y pedagoga)

martes, 11 de noviembre de 2008

Mi hijo tiene un problema


¡Mi hijo tiene un problema!

Vuelvo a mi primer destino. Tras estos tres años cambiando cada curso de escuela y de pueblo, di mi consentimiento al llamamiento que se me formuló desde el Patronato que regía la escuela de Torrubia, para ocupar la plaza en propiedad definitiva. Se ve que quedaron contentos… Para mi fue un halago al mismo tiempo que una suerte pues pasaba de provisional a definitivo, aparte de una serie de ventajas tanto en el orden profesional como material. En el profesional, porque tendría muchos de los alumnos con los que empecé mi vida educativa, conocía el lugar, sus gentes y sus costumbres, de lo que guardaba muy buenos recuerdos. En el material porque el Patronato te facilitaba vivienda, agua, luz y algunos alimentos –frutas y verduras- gratis, y todo aquello que producía la Finca -queso, leche, carne, huevos, etc – a unos precios realmente bajos; aparte de todo eso, una gratificación mensual.
Algunas cosas habían cambiado, pues en esta ocasión ya estaba casado y tenía mi primera hija, con un añito. Por tanto tendría que compatibilizar, como todo ser humano, la profesión con la condición de esposo y padre. Un hecho que, -así lo creo-, nunca fue problema al fusionar esos tres ingredientes de amor conyugal, amor paterno y vocación educativa en uno solo. Desde sus primeros pasos mis hijos se incardinaron en la escuela, como una prolongación del hogar… Yo creo que se educaron por “ósmosis”… ¡Cuantas veces se me ha preguntado por la mejor manera de educar a los hijos! Mi respuesta, y mucho más cuanto más experiencia iba adquiriendo, solía ser siempre la misma: El mejor método es el ejemplo. Los hijos serán lo que tú seas. Si eres generoso, trabajador, responsable, ellos aprenderán de tus virtudes. Si quieres que estudien, que te vean a ti hacerlo, aunque llegues cansado a casa. Si quieres que ayuden en las faenas del hogar, que vean que su padre es el primero que se pone el delantal y se mete en la cocina. Si quieres que sean bien hablados, no digas palabras malsonantes; no grites y tus hijos no te alzarán la voz; razona y tus hijos adquirirán cordura. Date cuenta ,querido amigo, que tú eres el espejo en el que se miran, no hagas nada que no quieras que hagan ellos.Y si a pesar de todo este empeño que has de poner, un hijo tiene algún problema, acude a un especialista que, en primera instancia, es el maestro de tu hijo. Posiblemente lo conoce mejor que tú. Si el problema es más profundo, existen médicos, psicólogos, pedagogos… Pero un consejo: Antes de acudir a nadie, pregúntate: ¿Qué parte del culpa tengo yo en el problema que presenta mi hijo? ¿Alguna vez ha visto en mí ese defecto que le he descubierto? ¿Le exijo más de lo que puede rendir? Piensa: ¿Mi hijo tiene problemas o el problema lo tengo yo?

lunes, 10 de noviembre de 2008


101 Dálmatas

Hola, amigo. Espero que te lo hayas pasado bien esta Nochebuena, comiendo lo que te apetezca y bebiendo el cava que te dé la gana, y usando de tu libertad hasta que puedas. Y abundando en esto, que el año entrante no nos recorte la libertad de expresión, ni ningún otro derecho que nos retrotraiga a épocas pasadas.
Yo sigo con mi relato.
Después de mi paso por una escuela graduada, al año siguiente otra vez a enfretarme a nuevos retos, nuevas caras, nuevos problemas. En esta ocasión me tocó dar con mis huesos en un pueblecito en las estribaciones de la Sierra de Cazorla. Tan sencillo era el pueblo que sólo disponía de una calle, que tenía su origen a la orilla del río Guadalquivir y que ascendía, ladera arriba, hacia el punto más alto de una pequeña montaña.
En este lugar se encontraban la iglesia y las escuelas. No había agua corriente, existiendo un sola fuente en todo el pueblo, en la que había que aguardar largo tiempo para obtener un cántaro del preciado elemento. No había teléfono. El más cercano se encontraba a dos kilómetros, con una centralita a la que había que acudir en caso de necesidad y a la que llegaban también los avisos urgentes. Sólo disponía de una tienda en la que adquirir lo más elemental. No había médico, ni ningún establecimiento sanitario, ni siquiera de urgencia.En fin, todo un regalito.
De nuevo el primer día de clase fue el de las grandes sorpresas. El edificio se componía de dos aulas –niños y niñas- , sin otras dependencias anexas.
Pues bien, al recibir a los alumnos, me di cuenta de que no cesaban de entrar, llenándoseme el local y permaneciendo ya de pie porque no había sitio ni para sentarse. Empiezo a contar chavales y me salen casi ochenta.
¡Ochenta en clase! ¡Que horror! Esto no habrá quien lo baraje – me dije.
A renglón seguido, me paso un momento a la clase de la maestra para preguntarle por semejante barbaridad, y me cuenta que ella, que ya llevaba uno o dos años en dicho pueblo, tuvo que cargar con semejante matrícula. Al no haber suficiente espacio para que todos los alumnos dispusiesen de mesa, un gran número tenía que sentarse en bancos sin respaldo, alrededor de la clase, apoyándose en sus piernas para realizar el trabajo escolar. Aquello era inhumano y tercermundista.
-Pero esto no puede ser , Nati. Los niños no van a aprender nada, será imposible llegar a todos. ¿Qué dicen las autoridades educativas?
-Pues a mi me han dicho –replicó mi colega- que está en proyecto la construcción dos nuevas aulas, pero que, de momento, tenemos que resolver el problema como podamos.
-Pues si está en nuestras manos, pongámonos a pensar. –dije yo-
En estos tiempos, casi todos los niños se quedaban una hora más en clase en las llamadas “permanencias” que consistían en un pequeña dotación por alumno y que servían para paliar algo el poco sueldo que ganaba el maestro. La solución que propusimos a los padres fue la de dividir el horario escolar en dos partes de tres horas cada una. Por la mañana, asistirían los mayores y por la tarde los peques. Los padres no pusieron objeción alguna y la Inspección de Enseñanza ni se enteró… Cuando recibimos su visita ya estaba todo hecho y en marcha y, ante lo atinado de nuestra solución el buen hombre tuvo que dar su autorización.
Otro año “en medio del campo”, con unos alumnos sencillos y de buen corazón, con unas ganas tremendas de aprender. Así daba gusto trabajar.Mis 101 dálmatas se convirtieron en la mitad, con la mitad del tiempo en clase, pero aprendieron el doble.

viernes, 7 de noviembre de 2008

En una graduada


En una graduada

Nuevo curso, nuevo pueblo, nuevo colegio. Era y es el destino de los propietarios provisionales. Otra vez a adaptarse a todo tipo de situaciones, a conocer otros alumnos, otros compañeros…
Esta vez pude elegir una plaza en Villacarrillo, una de las ciudades más pobladas de la provincia y de mayor prestigio de la zona. Llegué con mi ilusión intacta a un Colegio Graduado, “Nuestra Señora del Rosario”, y, como suele suceder con el último que llega, me tocó lidiar con lo más “feo” de aquel Centro. Si se me permite seguir utilizando el simil taurino diré que me cayeron en suerte dieciséis “vitorinos” de aúpa. Constituían la clase unos veinte alumno de edades comprendidas entre los 12 y los 14 años que se había formado con los más retrasados y conflictivos de todo el colegio. Un regalito, vamos. Tuve que trazarme rápidamente un plan de actuación –ahora creo que lo llaman “adaptaciòn curricular”- para ver que se podía hacer a fin de sacar el máximo de rendimiento de aquellos chavales, que estaban “pegados” en todo, y que ya, de por sí, se consideraban marginados y con poca autoestima para levantarse de su pobre preparación. Leían mal, escribían peor, sus hábitos de trabajo y conducta eran nulos, la disciplina brillaba por su ausencia y más ahora en que un maestro pequeñajo y jovencito quería meterles en verea…
Me encomendé a todas las instancias “celestiales” y cogí “el toro” por los cuernos.
Acordándome de mi destino anterior y de mi ya amigo Alejo, comencé por aplicar el orden en pocos pero muy concretos aspectos: Correcta entrada a clase, ocupar los sitios asignados, cuidar el material –mesa, silla, libros, etc…- de los que era responsable, guardar silencio, respetar al compañero, pedir la palabra, no interrumpir, etc, etc. Como aquellos chicos tenían muchos defectos, pero no eran tontos, les propuse que, cualquiera que faltara a las normas –que por cierto cada uno había copiado en su cuaderno- tendría que ser juzgado delante de toda la clase por el resto de los compañeros, quienes deberían aplicar una sanción de entre las que previamente ellos mismos habían confeccionado. Así se fue enderazando la disciplina poco a poco.
En el aspecto pedagógico empecé a trabajar las materias instrumentales básicas, como la lectura y la escritura, porque de nada servía que supiesen quiénes eran los Reyes Católicos si no sabían escribir su nombre correctamente, el por qué de la utililzación de las mayúsculas, la pronunciación, acentuación, etc…
Introduje asímismo muchos elementos lúdico-educativos para aumentar su floja cultura, como la realización de concursos, a la manera de aquellos que estaban de moda en la reciente televisión pero adaptando, como no, la dificultad de las preguntas a su nivel, para que no se viesen desbordados. Utilicé con profusión el material de filminas, diaspositivas, de que disponía, para hacer más amenas las clases. En fin, que en dos o tres meses, mis vitorinos trocaron su fuerte empuje indiscriminado y peligroso en una suavidad que permitió una faena si no para orejas y rabo, sí para una digna vuelta al ruedo. Lo principal, me hice amigo de aquellos chavales, ellos de mi, y entre todos logramos que ya no fueran la escoria del colegio.

Que nadie se escandalice de mi narrativa de hoy. Que quede claro que soy el primero que respeta la dignidad humana,y esta comparación de hoy no pretende otra cosa que la de desdramatizar una situación bastante habitual en aquella época: hacer clases especiales para quitarse de en medio cada cual un problema, pero que terminaba con una clase repleta de ellos. Había que tener muchos recursos para saber lidiar en esas plazas.

jueves, 6 de noviembre de 2008

EL ALEJO (Uno de mis primeros alumnos)


EL ALEJO” (Uno de mis primeros alumnos)

Era mi primer día de clase. Los niños, nerviosos, se arremolinaban a la puerta de la escuela, un edificio de una sola planta que contaba con dos clases y una casa para el maestro. La puerta de la clase de niños daba al campo, una amplia campiña en la que el trigo, el algodón, la remolacha, la alfalfa, se alternaban en grandes parcelas, produciendo copiosas cosechas gracias a la buena organización de esta Finca Agrícola, que poseía el premio de Explotación Modelo en España…
Nunca mejor aplicable el dicho de que “estábamos en medio del campo”. Eran las nueve de la mañana y los niños, al verme aparecer, ponían toda clase de caras: curiosas, espectantes, miedosas, despectivas, ilusionantes… Un unísono “¡buenos días, señor maestro!” me recibió con cierta amabilidad y yo me dispuse a abrir la puerta con aquella llave enorme, digna sucesora de las de San Pedro. En un abrir y cerrar de ojos, aquéllos que un momento antes parecían borreguitos miedosos, se precipitaron en tropel hacia el interior de la clase, saltando sobre las mesas y sillas, y tratando de escoger los mejores sitios –según ellos- . Se produjeron algunas disputas y nadie parecía darse cuenta de mi presencia, como si no existiera… En un momento dado, y bajo el jolgorio generalizado, dí un fuerte golpe en la mesa con una regla, que dejó a aquellos fierecillas como petrificadas. Me miraron con una curiosidad expectante, mientras yo guardaba silencio y les miraba uno a uno con aspecto entre serio y amable. Entonces dije: -“ Niños, habéis entrado a clase como animales así que, vamos a salir afuera, y formaremos una fila delante de la puerta, todo esto sin prisas, sin alborotos, sin peleas. ¿Habéis entendido? “ Un “siiiii” apagado y poco creible dio paso a la salida de clase y a la formación de la fila.
Yo creo que en aquel momento ya se dieron cuenta de una de mis “manias” :EL ORDEN. Aproveché la ocasión para darles una serie de normas de entrada a clase y parece que me entedieron.
Con la lista que se me había facilitado, les fui nombrando uno a uno para que entrasen a clase y se sentasen según edades –esta escuela era unitaria, es decir había alumnos de todas las edades-, como ya antes había estudiado. Al pronunciar el nombre de Alejo García, unas sonrisitas malignas aparecieron en las boquitas de mis “angélicos” alumnos… Una vocecita me explicó que este alumno no vendría en unos días, pues se encontraba de viaje. No le dí importancia y seguí explicando a los niños las normas esenciales que todos debíamos tener en cuenta y respetar. Pero siempre que se presentaba alguna cuestión que tuviese que ver con la disciplina, las buenas maneras, etc… volvían a aparecer las sonrisitas, oyéndose a veces “Se va a enterar el profe cuando venga El Alejo…” Aquello comenzó a intrigarme, ya que esta situación se repetía un día y otro. Comprendí que el chico debía de ser un lider de la clase, ya que todos le admiraban y le temían, de modo que comence a indagar sobre la personalidad de este “sujeto”. Me hice una idea y me tracé mi propio plan para cuando se presentase en clase, hecho que sucedió a los pocos días…
Cuando toda la clase hubo entrado aquella mañana, apareció un ya casi muchachote en la puerta, con las manos en los bolsillos, sin ningún tipo de material escolar, y en una actitud, yo diría que como “desafiante”… Era lo más parecido a la típica escena de las películas del Oeste, en que el pistolero entra en la cantina mientras todos se quedan congelados mirándole con una cara mezcla de angustia y miedo… Era Alejo,-me supuse-. Un chico ya mayor, posiblemente el más veterano de la clase, vestido con pantalones largos, camisa y tirantes negros, unas abarcas de goma. Me fui hacia él y le pregunté:
- “¿Eres tu Alejo?”
- “Sí, maestro, ¿cómo me ha conocido?”
El pobrecito no imaginaba que yo sabía ya de él hasta el número de las abarcas… Le dí un abrazo y con entusiasmo le fui hablando, con la mano por el hombro, mientras entrábamos en la clase, entre la general sorpresa de los demás chicos.
- “Tenía ganas de conocerte, Alejo. Me han hablado tanto de ti… ¿Sabes? , he pensado que tu y yo vamos a ser grandes amigos y que me vas a ser de gran ayuda para la clase. Tú vas a ser mi secretario, ¿qué te parece?”
Alejo, que estaba desorientado por el recibimiento, ya que, según me contaron, siempre lo tenían castigado, recibía más palmetazos que nadie, estaba más veces expulsado que en la clase, no acertaba a decir palabra. Creo que le gustó que alguien confiara en él, que le dieran alguna responsabilidad, que se sintiera algo distinto al sambenito de “matón de la clase” que le habían colgado. Después comprobé que era casi analfabeto lo que constituyó todo un reto para mi recién iniciada carrera. No sólo tenía que ganarme al chico para que se integrara en la clase, sino que adquriese confianza para ir aprendiendo poco a poco. Las primeras lecciones tuve que dárselas a escondidas, porque tenía vergüenza de leer en la Cartilla delante de todos. Alejo fue superándose y yo comprendí, en mi primera clase, en mis primeros alumnos, en mi primera escuela, que el amor y la comprensión hacia el niño es la mejor pedagogía.

(Equipo de fútbol de la clase. Entre ellos , Melchor, que llegó a jugar en 1ª división con el Betis)

martes, 4 de noviembre de 2008

Mi primera escuela


Antes de adquirir un destino definitivo, el maestro estaba obligado a pasar por varios provisionales, regentando escuelas en poblaciones y lugares muy diversos pero, por lo general, con bastantes dificultades para el desarrollo de la labor educativa. Todavía quedaban en España pueblos sin luz y sin agua, sin carreteras de acceso, teniendo que hacer a pie o a lomos de caballería buenos tramos del viaje para llegar a ellos. Una vez allí te podrías encontrar conque, con un poco de suerte, te acogiera una familia del pueblo, y te diera aposento y comida, porque lo normal era estar soltero, con lo que no podías optar a las casas que estaban destinadas para los maestros.
Para que te hagas, amigo mío, una idea de lo que un maestro tenía que pasar en sus inicios, te copio unos párrafos de un relato escrito por una buena amiga, escritora y pedagoga, Isabel Agüera, en el que describe aquella estancia en la que le tocó vivir en uno de sus primeros destinos:
“Aquélla, mi habitacion, tiene el techo de vigas barnizadas en un tono colorado, y una ventanilla que da al patio primero, donde están el pozo, el laurel, la parra; el lebrillo grande, el más grande que he visto en la vida, que sirve de bañera… y un gallo… el único –me explica la Manuela-que sale del corral, porque “ha cogío la manía” –dice- de dormir en los hierros de mi ventana, y ella le deja porque le da lástima de que está cojo de una vez que el animalito se cayó al pozo. Y en el patio primero hay también jaulas, blancas y verdes, de canarios y colorines; y hay macetas con flores de todas clases.
En mi habitación solo hay dos muebles: una cama catre con una colcha de raso muy lavada y que aparece llena de borbotones de lana de los colchones, que son dos; y una mesita de noche muy antigua, con una escupidera de porcelana metida dentro, y un vaso de agua encima, tapado con un pañito de malla.
Empotrada en una de las paredes, una alacena que hace las veces de armario, con repisas de cemento forradas de una cretona descolorida que cae haciendo volantes.En las puertas, visillos amarillentos de crochet, pasados por un cordón pintado de azul como el techo. Por encima de mi cama, una estampa grande de la patrona, la Virgen de Guadalupe, sujeta a la pared con cuatro chinchetas.”(Del libro “Quisco, mi amigo” Edit. Edelvives)
Yo tuve más suerte en este capítulo de mi primera escuela. Me correspondió una clase en una explotación agrícola, cercana a Linares (Jaén) en la que había sólo dos aulas: una de niños y otra de niños, regentadas por maestro y maestra, respectivamente. El lugar se llamaba – y se llama- “Finca Torrubia”, que pertenecía a un señor de Valladolid, que por aquellas fechas ejercía también la política, pues era, nada más y nada menos, que Vicepresidente de las Cortes, cargo que le tenía apartado de su presencia física en su propiedad, aunque todo estaba bien controlado. Pero yo no quiero hablar de “su libro” sino “del mío”, como diría Umbral… así que dejemos a este señor y a sus Cortes y vayamos a nuestro relato.
Yo no vine a dar con mis huesos a una estancia como la descrita por mi buena amiga Isabel, más arriba, sino más bien todo lo contrario: todo un cortijo señorial andaluz a mi servicio, con una habitación decente, ducha y bañera, cuarto de aseo,… etc. El personal del cortijo eran dos mujeres, una cocinera y una sirvienta, que incluso tenían que ir atavíadas con su correspondiente uniforme. Yo me veía empequeñecido y casi en las nubes por tal cúmulo de atenciones, aunque me vino muy bien para el inicio de mi carrera, ya que pude dedicarme por completo a la preparación de mis clases y mis proyectos sin que tuviera que ocuparme de otros menesteres.
Mañana, más…

lunes, 3 de noviembre de 2008

Las oposiciones


Nada más llegar de cumplir el servicio militar me puse a preparar las oposiciones de Magisterio, un toro que había que agarrar por los cuernos cuanto antes si quería que se cumpliesen todas las ilusiones, para las que me había preparado a lo largo de tantos años de estudio. Para ello, me trasladé a la capital, Jaén, instalándome en una sencilla pensión o, mejor dicho, casa particular que acogía a estudiantes, y que por un precio asequible les facilitaba alojamiento y comida.
Allí estuvimos mi amigo Andrés y yo, más un chico de Andújar que estudiaba –creo- alguna especialidad de Peritos. Durante unos meses estuvimos conviviendo y llevando una vida entre monacal y espartana, ya que sacábamos más de doce horas de estudio diarias, con las únicas paradas de las comidas, de la asistencia a las clases de la Academia y de las siete horas que dedicábamos al descanso nocturno.
La jornada comenzaba a las siete de la mañana. Después del aseo, estudiábamos hasta las nueve, en que se nos servía el desayuno. Quince o veinte minutos después, de nuevo al estudio hasta las dos de la tarde, hora del almuerzo. Después de éste, una media hora que dedicábamos a tertulia o a jugar a los dados, o simplemente, a reposar. De las tres de la tarde a las cinco, nuevamente a hincar los codos. A las cinco de la tarde nos marchábamos a la academia que regentaban dos de mis viejos maestros: Don Florencio y Don Juan José. El primero se ocupaba de la parte de Ciencias y el segundo de la de Letras. Ambos eran auténticos dominadores de sus materias, hasta el punto de que la Academia Stella gozaba de un merecido prestigio en toda la provincia. Entre las cinco y las ocho se desarrollaban las clases, a cuyo término regresábamos a la pensión para la cena. Terminada ésta, sobre las diez de la noche, seguía nuestro estudio hasta las doce, en que cogíamos la cama con un gusto que ni te cuento…
Así pasó el invierno, la primavera y, en los comienzos del verano, nos enfrentamos a las severas pruebas de la oposición. Un poquito por encima, te explico de lo que iban… Constituía la oposición la realización de tres ejercicios: El primero, escrito, con una parte de Lengua, otra de Matemáticas y Fisica y Química, y un tema libre extraído a sorteo de entre todo el temario. El segundo, oral, delante de un tribunal, y que consistía en desarrollar un tema de Pedagogía de entre tres que obtenías por sorteo. El tercero era el práctico, teniendo que desarrollar un tema, también extraído por sorteo, ante una clase de niños, para demostrar tus dotes de maestro.
Nuestro esfuerzo se vio compensado pues tanto Andrés como yo logramos superar la oposición y ese mismo año, 1965, ambos obtuvimos una plaza para comenzar nuestra profesión de educadores. Así comenzó esta maravillosa aventura de convertirse en maestro de escuela, que pasaré a relatarte en los próximos capítulos. Casi cuarenta años de andadura, ¡ahí es “ná”!

domingo, 2 de noviembre de 2008

La Navidad


Nuestra buena amiga, paisana y lectora Estrella López, me pide que hable sobre la Navidad en los años de la postguerra. Lo que cuento a continuación tendría su vigencia, sobre todo, en los años 50 y primeros de los 60. Como escolar, primero, y luego como estudiante estaba ansioso de que llegaran las Navidades no sólo por las vacaciones sino por la serie de acontecimientos que tenían lugar por esas fechas en nuestro pueblo y, supongo, que en muchos otros.
Unos días antes era costumbre salir al campo para recoger musgo para más tarde adornar el belén de la Parroquia, lo que se convertía en una verdadera aventura, pues recorríamos bastante terreno en busca de las “umbrías” en las que creciera esta preciada planta. También aprovechábamos para recolectar piedras, palos secos, raíces, que sirvieran de adorno natural. Salíamos por la mañana y regresábamos a la tarde, llegando al pueblo con las espuertas llenas y presumiendo cada uno de haber recogida las “plastas” más hermosas.
A continuación se plantaba el Belén en la Parroquia, que luego era visitado por casi todo el vecindario, ya que cada año era diferente su elaboración. También en las vísperas se ensayaban los villancicos para luego cantarlos en la Misa del Gallo, que era uno de los actos más multitudinarios del año. Toda la familia se reunía en casa de los padres para celebrar la cena de Navidad. No recuerdo que hubiera muchos manjares y mucho menos el famoso y tradicional pavo, pero sí un buen engordado pollo, con su sopa de picadillo de entrante, e íbamos que chutábamos. Como dulces de postre, aparte de los que cada familia hacía artesanalmente, no faltaban los polvorones, alfajores y frutas escarchadas, que solían acompañarse con una copita de risol o de anis dulce. Como la familia se ponía “alegre” con las copichuelas, todos cantábamos villancicos, hasta caer rendidos de sueño o bien nos echábamos a la calle para cantarlos por las puertas de los familiares y conocidos, quienes nos sacaban a la puerta más dulces y alguna que otra copilla. Es de notar los “instrumentos” con los que se acompañaban los villancicos: la tradicional zanbomba, elaborada artesanalmente sobre una olla de barro, la botella vacía de anís que se frotaba con alguna cuchara u objeto metálico, el cántaro que se golpeaba en la boca con una suela de alpargata, la tapa métalica de algún puchero, etc… Y así hasta el amanecer…
Otro día señalado era el de los Santos Inocentes. Confieso que en nuestra pandilla solíamos preparar este día con muchísimo detalle y, por supuesto, bien en secreto para que la persona que habría de sufrir la broma no se enterase. Recuerdo una inocentada a un amigo seminarista que era bastante “glotón”. Con mucho cuidado fabricamos unos polvorones con arena, que dispusimos en una bandeja y los recubrimos con azúcar glasé. ¡Tenían todo el aspecto de ser originales! Como era costumbre reunirnos después de comer para realizar una tertulia, preparamos la trampa para cuando llegase nuestra víctima. Éste, sin pararse a pensar en el día en que nos encontrábamos, al llegar a la reunión, ni corto ni perezoso se lanzó hacia aquella apetitosa bandeja y se introdujo de una vez uno de los “polvorones”. –“¡Que rico, que rico! Hummmm, qué delicia –decía-“ Los allí presentes empezábamos a dudar, y llegamos a pensar que hubiera tomado un dulce bueno, que alguien los hubiese cambiado, con lo que vaya inocentada más fallida… Pero, súbitamente, una lluvia de arena procedente de la boca de nuestro amigo cayó en nuestras caras, seguida de una tormenta de improperios por la bromita. A partir de este día, siempre miraba y remiraba cualquier dulce antes de comerlo.
En Nochevieja tenía lugar una curiosa tradición. Se llamaba “Los Años” y consistía en que, esa noche, se reunían casi todos los jóvenes solteros del pueblo en una o varias casas -que tradicionalmente lo solían preparar año tras año- con arreglo al siguiente ceremonial. En cuatro pucheros, u otros recipientes, se colocaban los nombres de los chicos solteros, en otro el de la chicas, en el tercero una frase –o “dicho”- que el chico dedicaba a la chica, y en el cuarto, las frases de la chica para el chico. Se extraía una papeleta del primer puchero y a continuación del segundo, formándose así una pareja que, durante ese año entrante, estaba predestinada a “entenderse”. Se sacaba a continuación las frases correspondientes, que eran una delicia por su gracia, y que parecían haber sido preparadas al efecto para los destinatarios. Siempre quedaba al final una sola papeleta en el puchero de las chicas –siempre se colocaba una papeleta de más- y que quedaba “para vestir santos”, es decir, para solterona. Era una velada muy divertida y, como curiosidad, varias de las parejas afortunadas en estos peculiares sorteos llegaban a cuajar en matrimonios.
¿Y el resto de los días? ¿No había bailes, discotecas? Pues no, hija, no. Los bailes estaban censurados aunque te voy a contar que algunas veces se saltaba a la torera esta prohibición. ¿Has oído alguna vez hablar del “baile del candil”? Te cuento. En los cortijos se alojaban los obreros que venían de fuera del pueblo para la recolección de la aceituna. Pues en muchos de ellos se organizaba este peculiar baile para alegrar la vida de esta gente y, por qué no, la de los jóvenes del pueblo. Unas guitarras, bandurrias, etc, componían la orquesta que interpretaba las piezas bailables. Las parejas bailaban castamente en la presencia siempre atenta de las personas mayores, con la única iluminación de uno o dos candiles de aceite… En cierto momento se oía una voz: “¡¡La gorra!!”, y con un certero gorrazo se apagaba el candil, quedándose la estancia a oscuras. ¿Hace falta que te explique lo que sucedía entonces?
En todas las casas se tenía preparada una bandeja con dulces para las visitas. La verdad es que uno acababa por aborrecer tanto polvorón…Por fín , la noche de Reyes es imaginable. Mi caballito de cartón no me faltaba ningún año y alguna que otra bolsa de almendras blancas o garrapiñadas y las cinco pesetas que me regalaba mi padrino. El día siete, todos lucíamos nuestros Reyes por las calles. Por supuesto, en cuanto nos hacíamos mayores, ya no había ni reyes, ni principes, ni Papá Noël, ni nada que se le pareciera… A pasar la mano por la pared… Siento haberme extendido, querida Estrella, y eso que me he dejado un montón de costumbres en el tintero… Hasta mañana.