lunes, 10 de noviembre de 2008


101 Dálmatas

Hola, amigo. Espero que te lo hayas pasado bien esta Nochebuena, comiendo lo que te apetezca y bebiendo el cava que te dé la gana, y usando de tu libertad hasta que puedas. Y abundando en esto, que el año entrante no nos recorte la libertad de expresión, ni ningún otro derecho que nos retrotraiga a épocas pasadas.
Yo sigo con mi relato.
Después de mi paso por una escuela graduada, al año siguiente otra vez a enfretarme a nuevos retos, nuevas caras, nuevos problemas. En esta ocasión me tocó dar con mis huesos en un pueblecito en las estribaciones de la Sierra de Cazorla. Tan sencillo era el pueblo que sólo disponía de una calle, que tenía su origen a la orilla del río Guadalquivir y que ascendía, ladera arriba, hacia el punto más alto de una pequeña montaña.
En este lugar se encontraban la iglesia y las escuelas. No había agua corriente, existiendo un sola fuente en todo el pueblo, en la que había que aguardar largo tiempo para obtener un cántaro del preciado elemento. No había teléfono. El más cercano se encontraba a dos kilómetros, con una centralita a la que había que acudir en caso de necesidad y a la que llegaban también los avisos urgentes. Sólo disponía de una tienda en la que adquirir lo más elemental. No había médico, ni ningún establecimiento sanitario, ni siquiera de urgencia.En fin, todo un regalito.
De nuevo el primer día de clase fue el de las grandes sorpresas. El edificio se componía de dos aulas –niños y niñas- , sin otras dependencias anexas.
Pues bien, al recibir a los alumnos, me di cuenta de que no cesaban de entrar, llenándoseme el local y permaneciendo ya de pie porque no había sitio ni para sentarse. Empiezo a contar chavales y me salen casi ochenta.
¡Ochenta en clase! ¡Que horror! Esto no habrá quien lo baraje – me dije.
A renglón seguido, me paso un momento a la clase de la maestra para preguntarle por semejante barbaridad, y me cuenta que ella, que ya llevaba uno o dos años en dicho pueblo, tuvo que cargar con semejante matrícula. Al no haber suficiente espacio para que todos los alumnos dispusiesen de mesa, un gran número tenía que sentarse en bancos sin respaldo, alrededor de la clase, apoyándose en sus piernas para realizar el trabajo escolar. Aquello era inhumano y tercermundista.
-Pero esto no puede ser , Nati. Los niños no van a aprender nada, será imposible llegar a todos. ¿Qué dicen las autoridades educativas?
-Pues a mi me han dicho –replicó mi colega- que está en proyecto la construcción dos nuevas aulas, pero que, de momento, tenemos que resolver el problema como podamos.
-Pues si está en nuestras manos, pongámonos a pensar. –dije yo-
En estos tiempos, casi todos los niños se quedaban una hora más en clase en las llamadas “permanencias” que consistían en un pequeña dotación por alumno y que servían para paliar algo el poco sueldo que ganaba el maestro. La solución que propusimos a los padres fue la de dividir el horario escolar en dos partes de tres horas cada una. Por la mañana, asistirían los mayores y por la tarde los peques. Los padres no pusieron objeción alguna y la Inspección de Enseñanza ni se enteró… Cuando recibimos su visita ya estaba todo hecho y en marcha y, ante lo atinado de nuestra solución el buen hombre tuvo que dar su autorización.
Otro año “en medio del campo”, con unos alumnos sencillos y de buen corazón, con unas ganas tremendas de aprender. Así daba gusto trabajar.Mis 101 dálmatas se convirtieron en la mitad, con la mitad del tiempo en clase, pero aprendieron el doble.

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