martes, 4 de noviembre de 2008

Mi primera escuela


Antes de adquirir un destino definitivo, el maestro estaba obligado a pasar por varios provisionales, regentando escuelas en poblaciones y lugares muy diversos pero, por lo general, con bastantes dificultades para el desarrollo de la labor educativa. Todavía quedaban en España pueblos sin luz y sin agua, sin carreteras de acceso, teniendo que hacer a pie o a lomos de caballería buenos tramos del viaje para llegar a ellos. Una vez allí te podrías encontrar conque, con un poco de suerte, te acogiera una familia del pueblo, y te diera aposento y comida, porque lo normal era estar soltero, con lo que no podías optar a las casas que estaban destinadas para los maestros.
Para que te hagas, amigo mío, una idea de lo que un maestro tenía que pasar en sus inicios, te copio unos párrafos de un relato escrito por una buena amiga, escritora y pedagoga, Isabel Agüera, en el que describe aquella estancia en la que le tocó vivir en uno de sus primeros destinos:
“Aquélla, mi habitacion, tiene el techo de vigas barnizadas en un tono colorado, y una ventanilla que da al patio primero, donde están el pozo, el laurel, la parra; el lebrillo grande, el más grande que he visto en la vida, que sirve de bañera… y un gallo… el único –me explica la Manuela-que sale del corral, porque “ha cogío la manía” –dice- de dormir en los hierros de mi ventana, y ella le deja porque le da lástima de que está cojo de una vez que el animalito se cayó al pozo. Y en el patio primero hay también jaulas, blancas y verdes, de canarios y colorines; y hay macetas con flores de todas clases.
En mi habitación solo hay dos muebles: una cama catre con una colcha de raso muy lavada y que aparece llena de borbotones de lana de los colchones, que son dos; y una mesita de noche muy antigua, con una escupidera de porcelana metida dentro, y un vaso de agua encima, tapado con un pañito de malla.
Empotrada en una de las paredes, una alacena que hace las veces de armario, con repisas de cemento forradas de una cretona descolorida que cae haciendo volantes.En las puertas, visillos amarillentos de crochet, pasados por un cordón pintado de azul como el techo. Por encima de mi cama, una estampa grande de la patrona, la Virgen de Guadalupe, sujeta a la pared con cuatro chinchetas.”(Del libro “Quisco, mi amigo” Edit. Edelvives)
Yo tuve más suerte en este capítulo de mi primera escuela. Me correspondió una clase en una explotación agrícola, cercana a Linares (Jaén) en la que había sólo dos aulas: una de niños y otra de niños, regentadas por maestro y maestra, respectivamente. El lugar se llamaba – y se llama- “Finca Torrubia”, que pertenecía a un señor de Valladolid, que por aquellas fechas ejercía también la política, pues era, nada más y nada menos, que Vicepresidente de las Cortes, cargo que le tenía apartado de su presencia física en su propiedad, aunque todo estaba bien controlado. Pero yo no quiero hablar de “su libro” sino “del mío”, como diría Umbral… así que dejemos a este señor y a sus Cortes y vayamos a nuestro relato.
Yo no vine a dar con mis huesos a una estancia como la descrita por mi buena amiga Isabel, más arriba, sino más bien todo lo contrario: todo un cortijo señorial andaluz a mi servicio, con una habitación decente, ducha y bañera, cuarto de aseo,… etc. El personal del cortijo eran dos mujeres, una cocinera y una sirvienta, que incluso tenían que ir atavíadas con su correspondiente uniforme. Yo me veía empequeñecido y casi en las nubes por tal cúmulo de atenciones, aunque me vino muy bien para el inicio de mi carrera, ya que pude dedicarme por completo a la preparación de mis clases y mis proyectos sin que tuviera que ocuparme de otros menesteres.
Mañana, más…

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