jueves, 4 de diciembre de 2008

ALUMNOS QUE DEJAN HUELLA


Alumnos que dejan huella

No hay dos alumnos repetidos, como no existen dos almas iguales. Por eso no puedo hablar en general y, aunque no diga su nombre, tengo que referirme a alguien en concreto, alguien que ha dejado huella, que será inolvidable, irrepetible… pero que fijó en mi una serie de buenas sensaciones que llegaron a sentirme, a veces, como alumno del alumno, a aprender de él una serie de cosas, de virtudes, que tenía olvidadas o carecía de ellas. Y en mi interior me sentía y me sentiré agradecido por haberme encontrado con estos alumnos de valores fuera de serie. A los grandes maestros se les mide por su labor al frente de los alumnos difíciles, por triunfar en dónde todos han fracasado, pero también ante los superdotados, no solo en inteligencia, sino en valores humanos… Quizá ante éstos sea más difícil la labor pues, en muchas ocasiones, tienes que ser humilde y reconocer que, en aspectos puntuales, te han dado una soberana lección.
La lista podría ser muy larga y posiblemente me dejaría a muchos en el tintero, por lo que hoy, querido amigo, quisiera contarte algo de María. Es un nombre ficticio, existen miles y miles de Marías, pero como aquélla… ninguna.
Conocí a María en los primeros cursos de la ESO y bien entrado ya el curso escolar, cuando fui descubriendo a aquel grupo, tanto por el contacto personal diario, como por los distintos controles y pruebas que tenemos por costumbre realizar. María era una de las alumnas que, en mis notas de evaluación continua, iba apareciendo como una alumna excepcional, aunque tenía que hacer esfuerzos para reconocerla físicamente, ya que su figura no había entrado todavía en mi retina, seguramente por ese afán suyo de pasar desapercibida. Ocupaba los últimos lugares del aula, siempre silenciosa y muy atenta a su trabajo. Si tenía que pedir algo a un compañero, lo hacía de forma imperceptible, con una delicadeza impropia de su edad. Poco a poco “nos” fuimos conociendo y, cuando ella tomó confianza en mí para participar más en las clases, fui tomando conciencia de sus valores.
Yo tenía la costumbre de hacer participar mucho a los alumnos, procurando que ellos fueran verdaderos protagonistas, y, en el repaso diario de ejercicios y problemas, procuraba que la mayor parte de las correcciones partieran de ellos mismos. María nunca lo hacía, pero yo veía en su cara una expresión de satisfacción cuando comprobaba que sus ejercicios estaban bien. Hasta que un día noté que aquellos gestos eran más bien de disgusto, de desaprobación… Me acerqué a ella y le pregunté: “Qué ocurre, María, ¿no estás de acuerdo con la solución?” Y ella, con una vocecita imperceptible para los demás, y una dulzura impropia de su edad, me dijo: “Es que, don Pedro, a mi me sale otra cosa”. Revisé el ejercicio y comprobé que, efectivamente, llevaba razón. Le pedí perdón y después reconocí ante todos los alumnos que me había equivocado, diciéndoles que si , en algún momento creían que el maestro se equivocaba, debían decirlo sin miedo, que los maestros también se equivocan y, en mi caso, dado mi habitual despiste mucho más… Desde aquel momento, María y yo nos compenetrábamos a la perfección. Si se le “atragantaba” un problema, levantaba la mano sin decir nada, hasta que yo la veía, me acercaba a su sitio y le resolvía su duda. Cuando yo explicaba en la pizarra, o resolvía ejercicios, María esbozaba su sonrisa de aprobación, o me levantaba las cejas como signo de desacuerdo.Las maneras y modos de esta alumna lograron enseñarme que no hace falta gritar ni para enseñar, ni para aprender. A veces, basta simplemente una mirada.

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