martes, 28 de octubre de 2008

La mili (III)





El campamento de reclutas se encontraba en la parte alta de la ciudad y alejada de ésta como unos dos kilómetros. Ni un solo árbol, ni una sola sombra… sólo piedras y unas plantas de la familia de los cactus – llamadas “tabaibas”-, de no más de 10 o 20 cms. de altas, sobre las que había que tener sumo cuidado de no caerse si no quería uno convertirse en un acerico.

Casi cinco mil reclutas nos disponíamos en tiendas de campaña que podían alojar a unos veinte soldados cada una.. Eran circulares –parecidas a un circo pequeño- y estaban provistas de unas banquetas de hierro, sobre las que se instalaban unas tablas de madera para depositar encima una colchoneta de borra, casi tan dura como la madera. Todos los días se tenía que desmontar todo y dejarlo recogido, para dejar la tienda despejada y limpia.



(Los de la tienda, en un momento de relax)

Los días iban transcurriendo lentamente, entre las clases teóricas, la instrucción, las marchas,… las mil y una peripecias y anédoctas que seguramente tú también has vivido o te han contado tus padres o amigos. Quizás las tardes eran las más esperadas, ya que el abrasador calor de África se retiraba para dejar paso al fresquito vespertino y, ya en la noche, a un frío bastante intenso; es el contraste del desierto: de día te achicharras y de noche te congelas. Era el tiempo de leer las cartas de los amigos, de la familia, de la novia… de escribir contando muchas mentiras sobre lo bien que te encontrabas allí para que tus seres queridos no sufrieran. Era el tiempo de los paseos con los buenos amigos que ibas haciendo, la hora de las confidencias, la de apoyarse en la amistad para poder sobrellevar todas las fatigas del día, la ausencia de tu pueblo y de tu gente, la paciente espera de ver pasar los meses para la ansiada licencia.
La comida la hacíamos en una “gran mesa común” –como podrás comprobar en la foto-, es decir, en el “puritito suelo”, como diría un mexicano… También podrás observar en ella los platos de que disponíamos, o sea, ninguno, ya que había que utilizar la marmita en la que se depositaba la comida de los platos primero, segundo y postre. En la parte más profunda iba el primer plato-judías, lentejas, garbanzos, etc..-, en la tapa la carne-de camello-, o pescado, cuando había, y la fruta en la mano. ¿Y las servilletas? Jejeje, si te ví no me acuerdo… Los cubiertos se disponían en un solo bloque, para que no se perdiesen, porque en la mili, querido amigo, podías perderlo todo, hasta la vergüenza, pero nunca el cubierto o la gorra.




(Vista general del “comedor”).

Lo más escaso era el agua porque no quiero que olvides que estamos en África. Las duchas eran colectivas; pero no como esas que se ven en las películas americanas, ¡¡noooo!! Eran como un pasadizo por el que cabía una persona a lo sumo y del que pendían las duchas; entrabas por un extremo y salías por el otro. Las más de las veces no te daba tiempo a enjabonarte y, si ese día se acababa el agua a medio duchar –hecho bastante frecuente- al salir de la ducha contemplabas a la gente y te partías de risa –por no llorar, claro- ya que parecíamos indios a los que se habían pintado para la guerra contra los rostros pálidos. En estos tres meses aprendimos “la instrucción”, a pegar tiros, a lanzar bombas de mano, a distinguir las estrellas de los jefes, en fín, todo eso que se enseñaba y que, por lo menos, nos hacía los días más cortos. Y de aquí, cada uno a su regimiento, tras la jura de bandera, para iniciar una nueva etapa, que te cuento otro día. Un abrazo, amigo.

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